Ultimos días en Berlín.

A finales de los ‘80, estuve en un campamento de verano al norte de Alemania con una docena de chicos y chicas europeos, entre ellos, dos hermanas alemanas. Durante la semana, hacíamos trabajos para cuidar un bosque. El fin de semana íbamos de excursión. Una de las veces nos llevaron hasta un pueblo cercano. Al llegar a nuestro destino, tras bajar del autobús y dar unos cuantos pasos, las dos hermanas alemanasse abrazan, juntan las cabezas y se les humedecen los ojos.

El pueblo donde Susanne y Ulrike se abrazaron se llamaba -se llama- Zicherie, un lugar de apenas 200 habitantes que, tras la segunda guerra mundial, había quedado partido en dos por el muro que separaba las dos Alemanias. 

Fanatismos como aquel que dividió en dos a ese pequeño pueblo, haciendo que familias, amigos, novios… quedarán separados para siempre. Porque esa división, que al principio no era más que una pequeña pared de ladrillo, enseguida se transformó en una peligrosísima zona amurallada con alambre de espino, minas antipersona y torres de vigilancia con soldados armados con órdenes claras de disparar a quien intentara saltar al otro lado. De hecho, aquí fue asesinada la primera persona por cruzar el muro, Kurt Lichtenstein

Sin ser una novela romántica, Ultimos días en Berlín es una historia de amor. Amor, en el más amplio de los sentidos: hacia su familia rota, amor por sus semejantes (especialmente los apestados, que abundan en la alemania en la que le tocó vivir) y amor hacia una mujer. También es el relato de un desengaño. Desengaño hacia los fanatismos creados por líderes que son seguidos ciegamente por un pueblo aborregado que no atiende a otra razón que la de su líder, profeta y guía: llámese Iósif Stalin o Adolf Hitler.

La historia de Yuri Santacruz, el protagonista de la novela, es la de un niño de padre español y madre rusa, de origen noble que, tras una infancia feliz en San Petersburgo a principios del siglo pasado, se ve obligado a huir del país (de su país) cuando los bolcheviques toman el poder. En la huida, que tiene lugar en una estación de tren absolutamente abarrotada de gente queriendo abandonar el país, la familia es separada a la fuerza. A la madre de Yuri no la dejan salir de Rusia y su hermano pequeño se pierde entre la multitud.

Yuri rehace su vida sólo en Alemania (su padre y su hermana se asentaron en España) En Berlín consigue trabajo en la Embajada Española gracias a un amigo de su padre. Allí vive una vida humilde y tiene en la cabeza un único objetivo: volver a Rusia a buscar a su madre y su hermano pequeño. La apacible vida en Berlín empieza a complicarse a medida que los nazis se van haciendo fuertes y se hace insoportable cuando Hitler llega al poder. Yuri ha huido de la apisonadora bolchevique para tropezar con el rodillo Nazi. Sus planes de reencuentro enseguida se complican.

Yuri es un joven noble y no puede mirar a otro lado cuando ve el trato que reciben los apestados del régimen, que se ceba especialmente con los judios, a los que no se conforma con despojar de sus posesiones, sino que denigra hasta el extremo. Se mete a menudo en problemas por defender a personas que son maltratadas en las calles de Berlín simplemente por no ser de raza aria. 

En este ambiente tenso del Berlín previo a la guerra y el posterior durante la contienda, Yuri vive una complicada historia de amor, complicada en varios aspectos, de los que no quiero dar más detalles.

Uno de mis personajes favoritos de la novela es, en realidad, un secundario (tengo cierta predilección (o cariño) por los personajes 2arios interesantes) es Erich Villanueva, hijo de un amigo del padre de Yuri. Un hombre de mundo, elegante y que sabe vivir la vida, una persona que es casi un padre para el joven Yuri, al que saca de más de un apuro. Villanueva tiene una personalidad muy rica y secretos que iremos descubriendo a lo largo de la novela. 

Ultimos días en Berlín es una novela diferente, con un coro muy bien dirigido de personajes. Una obra que me enganchó y que me trajo a la memoria aquella visita a Zicherie: En ese momento no entendí la importancia de lo que acababa de ver, estaba demasiado ocupado haciendo el ganso para la foto, pero semanas después empecé a ser consciente de las consecuencias de los fanatismos, que tantas veces terminan en guerras.